Los Mayas

La llegada de K’uk’ulkáan: del clásico terminal a la conquista

Hubo una casa en Tula hecha de maderamiento; hoy sólo quedan en fila columnas en figura de serpientes;
¡se fue, la dejó abandonada Nakxit, nuestro príncipe!…
¡Ah, ya se fue: se va a perder allá en Tlapala!

La ida de Ketzalkōatl
Cantares Mexicanos, siglo XVI

El colapso de la era de los grandes reyes divinos en las tierras bajas del sur tuvo repercusiones económicas, culturales, artísticas y militares. A nivel ecológico y ambiental, la situación prevaleciente fue de verdadera catástrofe. Sencillamente grandes regiones carecían de agua potable y suelos fértiles para que cualquier población de envergadura pudiese prosperar. Ello propició que no pocos grupos del Petén y del Usumacinta migrasen hacia el norte de Yucatán. Desprovistos ya de grandes potencias capaces de defender el territorio —como lo fueron en su apogeo Calakmul y Tikal—, los pequeños y divididos centros mayas supervivientes se debatían incesantemente en conflictos puramente locales, sin darse cuenta que ello colocaba su región en una situación extremadamente vulnerable.

En contraste, las sociedades chontales de Nonohualco florecían revitalizadas por el influjo de élites y poblaciones del México central, quienes trajeron consigo su cultura, preceptos religiosos, aptitud para el comercio y tácticas militares. Ello conferiría paulatinamente un carácter más cosmopolita a la región —similar al que antes existió en Teotihuacán—. Otro grupo más que adquiriría prominencia serían los itzáes, que si bien habían participado de la alta cultura de las tierras bajas durante siglos, se diferenciaban por su relativo desapego al territorio —que les permitía establecerse en lugares distantes cuando era necesario— y su flexible organización política, en contraste con la rigidez del modelo de los «reyes divinos» que ahora agonizaba.

Se conformó así una nueva y más vasta red panmesoamericana. Las principales rutas estratégicas de comercio —fluviales, costeras y terrestres— fueron ampliadas. Una red de nuevos puertos unió el golfo de México con el Caribe y la bahía de Honduras, al tiempo que se reforzaron rutas preexistentes, como las de la sal y la obsidiana. Como resultado, se intensificaría el intercambio de las capitales de Nonohualco —como Xicalango— con centros del norte como Chichén Itzá, Uxmal y Edzná; o bien a través del Usumacinta y del río La Pasión con florecientes centros del Petexbatún, como Altar de Sacrificios y Seibal. Desde allí podía accederse a las tierras altas hasta las Salinas de los Nueve Cerros, o bien a las regiones volcánicas de El Chayal o Ixtepeque. A lo largo de tales rutas no circulaban únicamente valiosas mercancías y costosos bienes —cerámica fina, cacao, obsidiana, jadeíta, sal, textiles, plumas de aves exóticas y pigmentos— sino también nuevas ideas, conceptos religiosos, influencias lingüísticas y nuevos esquemas de gobierno. Sobrevendría entonces la llegada de un nuevo orden, que ante la diversidad de influencias mesoamericanas y componentes étnicos que exhibe, referimos como «internacional».

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