La serpiente emplumada: mito e historia
El concepto de la serpiente emplumada no surge en el Clásico terminal. Sus orígenes se remontan al menos al Preclásico medio, cuando una imagen suya fue grabada en roca por los artistas olmecas de San Lorenzo. Muchos siglos después, el arte de la gran Teotihuacán le convertiría en uno de sus temas favoritos. Evidentemente, su culto se integró —o rivalizó— en algún momento con el del ubicuo dios Tlalōk. Para el Clásico terminal, una nueva versión de la serpiente emplumada —capaz de cobrar forma humana— se consolidaría como el máximo héroe cultural de Mesoamérica.
Se lo conoció entonces bajo nombres tan diversos como las culturas que abrazaron su culto. Se Akatl Topiltzin Ketzalkōatl en el México Central; K’uk’ulkáan —plumaje de serpiente— en el norte de las tierras bajas mayas; Q’uq’umatz en las tierras altas de Guatemala. Otro apelativo para referirle fue Nakxit (‘cuatro pies’). También se lo relacionó con el aspecto dual del planeta Venus, como lucero de la mañana (Tlawizkālpantewkti) y como estrella vespertina (el cánido Xōlotl). Más allá de Mesoamérica, algunos lo han comparado con la distante figura quechua de Wiraqocha, aduciendo argumentos de mayor o menor peso.
¿Quién fue entonces Ketzalkōatl-K’uk’ulkáan? A mediados del siglo XVI, el franciscano fray Bernardino de Sahagún se formuló la misma pregunta en su Historia general de las Cosas de la Nueva España, concluyendo que «aunque fue hombre, teníanle por dios». De acuerdo con la mitología de la cultura mexica que logró sobrevivir a la Conquista, la primera Pareja Creadora de Ometēwktli y Omesiwatl —señor y señora de la dualidad— crearon todo lo viviente y tuvieron cuatro hijos: Ketzalkōatl, Teskatlipoka, Witzilopōchtli y Tōnatiw. Ketzalkōatl nació en un año Uno-Caña (Se-Akatl), por lo cual se le llamó Topiltzin. Se dice que fue engendrado del vientre de su madre virgen, Chimānan, después de que ella quedara encinta por haber tragado una piedra preciosa (chalchiwitl). El rostro del héroe no era como el de otros hombres, sino feo como una piedra rota, de cara alargada, con barba larga y gruesa. No obstante, contaba a su favor con el Nawal, es decir, con la sabiduría y fortaleza interna de un semidiós, cualidades que lo llevarían a convertirse en rey de Tula-Xicocotitlán. En la leyenda, su propio hermano Teskatlipoka hace las veces de su enemigo —el oscuro dios del espejo humeante, patrono de los hechiceros—. Una versión de la historia narra cómo ofrece a Ketzalkōatl el preciado Teōmetl o Pulque — bebida fermentada obtenida del maguey—. En otra, le dice: «¡Mírate y conócete!», al tiempo que lo muestra reflejado en su espejo de obsidiana. En ambos casos, la reacción de Ketzalkōatl es de vergüenza, mezclada con espanto al ver su rostro. La embriaguez producida por el pulque Teōmetl le lleva a comprometer su estricto sentido moral, tras lo cual falta a sus deberes religiosos —incluyendo el ritual de sangrado, que cumplía rigurosamente cada noche junto a una acequia—. A continuación, mandó llamar a su devota hermana Ketzalpētatl, a quien acabaría por emborrachar también. Fuera de sus sentidos, ambos cometerían el pecado universal del incesto.
A la mañana siguiente, el escarnio no se haría esperar. El gran rey de Tula había perdido toda autoridad moral a ojos de sus súbitos. No quedaba sino una salida: se exiliaría a sí mismo. Mandó entonces construir una gran caja de piedra, a fin de morir simbólicamente en ella. Al cabo de cuatro días despertó y ordenó esconder todos sus tesoros. A continuación abandonó Tula con rumbo al oriente. A lo largo de su travesía fue dejando huellas notables de su paso, aunque también enfrentaría duros obstáculos. Sus más fieles pajes —enanos y corcovados— seguían con dificultad sus raudos pasos, aunque todos morirían de frío al intentar cruzar por en medio de un alto volcán y la Sierra Nevada. Finalmente llega a la orilla del mar de Oriente —la costa del Caribe o del golfo de México— donde se vistió con todas sus joyas, su tocado de plumas y su máscara de jade. Entrelazó entonces culebras vivas a fin de construir una embarcación llamada Kōatlapechtli, con la cual zarpó en dirección al mítico Tlilan Tlapālan en ultramar —región del negro y el rojo, mundo de sabiduría— aunque no sin antes anunciar su regreso en otro año Uno Caña, como los de su nacimiento y su muerte. Una versión narra que se inmoló a sí mismo, prendiéndose fuego a bordo de su barca. De sus cenizas —convertidas ahora en aves— brotaría su corazón, que se elevó —o sería llevado por ellas— hasta desaparecer en el firmamento. Tras cuatro días reaparecería, aunque ahora como el brillante lucero matutino Tlawiskalpantēwktli.
Algunos historiadores no descartan que detrás de este mito existan algunos hechos concretos y verificables. Los primeros testimonios escritos sobre la presencia de la serpiente emplumada en el área maya no serían recogidos sino hasta 1545, cuando fray Bartolomé de las Casas —entonces obispo de Chiapas— fue informado sobre tradiciones orales de los indígenas de Campeche, en torno a la llegada siglos atrás de un principal llamado K’uk’ulkáan. Posteriormente, fray Diego de Landa abundaría sobre el tema en su famosa Relación de las Cosas de Yucatán:
[…] es opinión entre los indios que con los itzáes que poblaron Chichén Itzá, reinó un gran señor llamado K’uk’ulkáan. Y que muestra ser esto verdad el edificio principal de esta ciudad, que se llama K’uk’ulkáan; y dicen que entró por la parte del poniente, y que difieren en si entró antes o después de los itzáes, o con ellos… y que después de su vuelta fue tenido en México por uno de sus dioses, y llamado Ketzalkōatl, y que en Yucatán también lo tuvieron por dios.
También los libros del Chilam Balam refieren que Chichén Itzá fue gobernada por Aj Naxkit K’uk’ulkáan. La propia crónica del Chilam Balam de Chumayel, o bien la Historia de Yucatán de Bernardo de Lizana, hablan de dos grandes eventos registrados en la memoria colectiva de los pobladores de Yucatán, que implicaron migraciones de distintos grupos étnicos hacia su territorio, la ‘pequeña bajada’ (tz’etz’ éemal) —la llegada de poca gente, procedente del oriente— y una ‘gran bajada’ (noj éemal) —la llegada de mucha gente, procedente del poniente—:
En el k’atún Cuatro Ajaw bajaron, gran bajada y pequeña bajada, así les llamaron.
Sin embargo, ¿quiénes llegaron? El propio Chilam Balam de Chumayel registra que fueron los itzáes quienes migraron hacia Yucatán —procedentes del Petén— en diversas oleadas. Llegarían primero a la laguna de Bacalar —en lo que hoy es Quintana Roo— en un k’atun 8 Ajaw (672-692); desde allí partirían y eventualmente tendría lugar su «descubrimiento maravilloso» de Chichén Itzá y cenote sagrado —en realidad, la mitad del área maya debía conocer ambos para entonces— donde permanecerían por espacio de diez k’atunes (751-948):
[…] Trece k’atunes reinaron, según sus nombres. En ese tiempo se asentaron, trece fueron sus poblaciones».
Es de notar que situar la fecha del arribo de itzáes a Chichén Itzá entre el 731 y el 751 —una posibilidad en la lectura de los libros de Chilam Balam— resulta compatible con lo que hemos visto sobre Ek’ Balam, cuyas inscripciones glíficas refieren la llegada del líder itzá Chak Jutuuw Kaanek’ en 770. Hemos visto que los itzáes eran originarios de las tierras bajas del sur. Sus mitos de origen aluden a las «Nueve Montañas» de B’alunte’witz y a la montaña de la Estrella Serpiente (Kaanek’). Si bien avanzadas itzáes habían llegado desde tiempo atrás a sitios como Edzná y Ek’ Balam —según hemos visto— no sería hasta después cuando establecerían su gran capital en Chichén Itzá.
El modelo de gobierno itzá mostró mayor capacidad de adaptación ante los grandes retos de la época que el extinto sistema centralizado de los grandes reyes clásicos. Así, en lugar de un «señor divino» todopoderoso, el sistema de gobierno itzá —según narran las fuentes coloniales— parece haber dividido su territorio o «partido el mundo» en cuatro parcialidades. En la cúspide del poder se ubicaba un líder, aunque apoyado en la figura de su sumo sacerdote. Bajo ambos se encontraban cuatro jefes o b’atab’ilo’ob’, cada uno de los cuales controlaba su respectiva parcialidad. Los itzáes dividieron entonces el territorio de Yucatán en trece provincias: Aj Kaanul, Kejpech, Hokab’a, Maní, Sotuta, Chik’inchéel o Chawakha’, Tases, Kupul, Kochuwáaj, Ekab’, Kúutzmil, Waymil, y Chanputun-Kaanpech. Con ello mostraban aún profundos vínculos con su tradición originaria de las tierras bajas del sur, pues cada provincia fungía como la sede rotativa de un k’atun particular dentro del gran ciclo maya, que celebraba cada final de período con un ritual de «atadura de piedra» —análogo a los del período Clásico— conformando un circuito de doscientos cincuenta y seis años de duración (13 x 20 x 360 días).