La entrada de Teotihuacán en el mundo maya
Hemos dicho ya que para poder comprender a los mayas hay que situarlos en un contexto más amplio, llamado Mesoamérica, aunque es durante el Clásico temprano cuando la noción de una Mesoamérica interconectada se nos revela con fuerza singular, cuando los contactos de diversas polis mayas con Teotihuacán se tornan particularmente intensos. La época dorada de Teotihuacán tuvo lugar entre el 350 y 450 d. C., es decir, mil años antes del apogeo del famoso imperio mexica, la célebre civilización bautizada como azteca por Alexander Von Humboldt hacia 1810. Tras un siglo de investigaciones sobre Teotihuacán, resulta claro para los expertos que —con excepción de la tardía capital de Mexico-Tenochtitlan, a la que debe su nombre la actual ciudad de México— no hubo en toda Mesoamérica otra ciudad de mayor poderío e influencia, o de población tan numerosa —más de ciento cincuenta mil habitantes, unos sesenta mil en Tikal— aunque es aún muy poco lo que sabemos de su historia y religión, pues a pesar de que Teotihuacán contó con su propio sistema de escritura jeroglífica, los textos encontrados hasta ahora son pocos, breves y su desciframiento implica grandes dificultades —al no haber certeza aún sobre la lengua en que fueron escritos—. Paradójicamente, es aquí que la premisa de una Mesoamérica interconectada juega a nuestro favor. Una pequeña —aunque significativa— parte de la historia de Teotihuacán fue registrada mediante jeroglíficos mayas. En los últimos años, un grupo de investigadores —encabezado por David Stuart, Simon Martin y Nikolai Grube— han logrado descifrar muchos de estos textos, en ciudades como Tikal, Bejucal, Uaxactún, El Perú-Waka’ y La Sufricaya. Gracias a ello, contamos hoy al menos con la materia prima de la cual se fabrica el entramaje de la historia: fechas, eventos e inclusive los nombres de individuos y lugares asociados con Teotihuacán.
¿Quiénes habitaron Teotihuacán? Mentes brillantes han buscado en vano una respuesta satisfactoria, incluso en épocas muy anteriores a la nuestra. Si seguimos a los sabios mexicas herederos de la tradición tolteca —y hablantes de nawatl—, la solución resulta simple: sólo los dioses podían haber construido una ciudad semejante, con sus rectilíneas calzadas de kilómetros de longitud, rematadas en sus extremos y puntos nodales por inmensos edificios, cuidadosamente orientados por sus constructores para producir determinados efectos de hierofanía —manifestación de lo sagrado— en fechas astronómicamente significativas. Aunque aún esta visión de Teotihuacán bajo el prisma mexica resulta idílica, pues la fundación de México-Tenochtitlan no ocurriría sino hasta 1325, y en el curso de un milenio, el tenaz goteo del mito horada la frágil memoria humana, tornando la historia en leyenda. Surgió así la leyenda mexica sobre el nacimiento del Sol y la Luna: en el principio sólo había oscuridad en el mundo, y los dioses viejos decidieron reunirse en la gran Tulan-Teotihuacán y celebrar un consejo. Resolvieron que habría un torneo: uno de ellos se sacrificaría por el bien común, arrojándose a las llamas para convertirse en la luz que iluminaría el mundo, ante la promesa de gloria inmensa. Por un lado asume el mortal reto el vanidoso Tekuksistekatl, quien tres veces corre hacia la hoguera, sólo para descubrir que le abandona el valor en el último salto. Al no consumarse ningún sacrificio, la destrucción del cosmos parecía inminente. Surge entonces la figura de un improbable campeón: Nanawatzin, el buboso (llagado), el menospreciado —aunque bajo su pecho latía un corazón gallardo y no titubea en arrojarse al fuego—. Presa de la envidia y ávido de gloria, Tekuksistekatl corre en pos de él, finalmente lanzándose a la hoguera también. Tras unos días, ambos renacen como dos grandes discos luminosos en el firmamento, aunque los dioses juzgan desigual el valor mostrado por ambos, y deciden castigar a Tekuksistekatl, partiéndole la cara con una quijada de conejo a fin de atenuar su brillantez. Por esta razón, en lugar de dos grandes luceros, tenemos el Sol y la Luna. La segunda como un falso sol, capaz sólo de reflejar, mas no emitir, luz verdadera.
A partir de la leyenda se explica el propio nombre de Teotihuacán, otorgado por los mexicas y que en nawatl clásico significa ‘donde los hombres se hacen dioses’. Sin embargo, su nombre original parece haber sido harto distinto y evoca leyendas que debieron escucharse entre susurros al calor de las hogueras donde se recitaba la tradición oral. En ellas se hablaba de una mítica ciudad primordial, la ciudad por antonomasia, Wey Tulan, la Gran Tula: ‘lugar donde abundan los tulares’ (juncias). Son muchos los yacimientos arqueológicos que han querido identificarse como Tulan, no pocas veces por arqueólogos ávidos de emular la proeza de Schliemann al identificar Troya. En 1941 tuvo lugar en el Castillo de Chapultepec la I Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología. Se generó allí un encarnizado debate protagonizado por figuras prominentes de la época, como Wigberto Jiménez Moreno, Alfonso Caso e Ignacio Marquina. Tras discutirse todos los argumentos —algunos no exentos de tintes políticos— pareció alcanzarse un consenso: la legendaria Tulan —aquella mencionada en el Códice Florentino, o en textos indígenas como los Anales de Cuauhtitlán y la Historia Tolteca-Chichimeca— debía corresponder al relativamente modesto yacimiento arqueológico de Tula Xicocotitlan, en el estado de Hidalgo, que no alcanzó su apogeo sino hasta el Clásico terminal. Uno de los problemas de esta formulación resultaba difícil de prever en la década de los cuarenta del siglo XX: las múltiples referencias a Tulan a través de Mesoamérica descubiertas desde entonces —incluyendo su nombre glífico en Teotihuacán y a través del área maya— datan del Clásico temprano, es decir, de una época en que Tula Xicocotitlan no fue un centro de poder importante. Décadas de avances transcurridas desde entonces no han hecho sino reforzar en muchos estudiosos la percepción de que Tula Xicocotitlan, al igual que otros centros de su época a través de Mesoamérica (Cacaxtla, Xochicalco, Tajín, La Quemada y Chichén Itzá), constituyen en buena medida emulaciones tardías de un concepto más grandioso y primordial: Teotihuacán como la Tulan original, o como la máxima expresión de la noción ultraterrena de Tulan en el mundo.
Valiéndose de un conjunto de rasgos presentes en vestigios arqueológicos de buena parte de Mesoamérica, los estudiosos han buscado determinar el grado de influencia que pudo tener Teotihuacán en otras culturas de esta vasta región. Surge así el concepto del horizonte Clásico medio de—los siglos IV al VI — que postula a grandes rasgos una primera integración o «internacionalización» de las rutas de comercio y las redes políticas de toda Mesoamérica, en una suerte de megacomunidad. Este proceso es visible en una serie de rasgos que denotan un creciente «eclecticismo» (la elección consciente de recursos y tradiciones de diversas culturas en el discurso artístico, político y religioso de un pueblo), resultando en ciudades mesoamericanas que parecen haberse vuelto más «cosmopolitas». Muchos autores creen que este fenómeno fue causado en gran medida por el apogeo de Teotihuacán como una ciudad multiétnica —donde las élites y población local convivían con inmigrantes de lo que hoy son Oaxaca, Veracruz, Michoacán, Guanajuato, del área maya e incluso de áreas al norte de Mesoamérica— que lograría expandir su hegemonía en forma prácticamente imperial —como una especie de Roma del Nuevo Mundo—. De resultar preciso este modelo, ayudaría a explicar la presencia de rasgos comunes derivados de Teotihuacán a través de una constelación de sitios mesoamericanos. Tradicionalmente, se ha considerado que tales rasgos culturales incluyen una tradición cerámica distintiva —que incluye vasijas del tipo «Anaranjado Fino», vasijas cilíndricas con soportes trípodes, incensarios tipo «teatro», figurillas de molde, candeleros, copas y floreros—; la arquitectura estilo Talud-Tablero —originaria de la región de Puebla-Tlaxcala y adoptada extensivamente por Teotihuacán—; la obsidiana verde de las regiones de Otumba y Tepeapulco, cuya explotación y comercio fueron controladas por Teotihuacán; la presencia de simbolismo (iconografía) teotihuacano en representaciones pictóricas o escultóricas, que con frecuencia ponen énfasis en temas bélicos —como armas, escudos y atavíos guerreros predilectos de Teotihuacán, además de emblemas de órdenes militares de búhos, águilas, felinos y coyotes— o en los cultos a ciertas deidades y seres sobrenaturales de Teotihuacán, principalmente el dios teotihuacano de las tormentas —Tlālok—, la serpiente de guerra y una enigmática deidad con probóscide de mariposa, entre otras.
Recientemente, los avances en el desciframiento han permitido sumar glifos particulares y textos completos a los elementos anteriores. El primer nivel donde se manifiesta este fenómeno es el calendárico, pues el uso de glifos teotihuacanos de «trapecio y rayo» —también conocidos como signos del año— adquirió gran difusión a través de Mesoamérica, e incluso siglos después del apogeo de Teotihuacán fueron utilizados como elementos de gran prestigio por gobernantes de muchos sitios mayas, y también en grandes capitales como Cacaxtla y Xochicalco. La regularidad de los ciclos calendáricos siempre estuvo profundamente arraigada en el pensamiento maya. Es difícil creer que sea mera coincidencia el que algunos de los principales sucesos que influyeron al área maya hayan tenido lugar en fechas próximas a grandes coyunturas calendáricas. De esta forma, en el año 435 se verificó el cambio del octavo al noveno ciclo de b’akt’ún (período de 400 x 360 días), y desde las décadas previas el mundo maya atravesó por una profunda agitación, provocada por el advenimiento de un nuevo orden en las tierras bajas.