El Posclásico temprano (900-1200 d. C.)
A partir del siglo X, la catástrofe ambiental en las tierras bajas centrales hizo más profundo el abandono y la drástica caída poblacional. En contraste, numerosos grupos étnicos mayas continuaban migrando hacia regiones anteriormente periféricas, en búsqueda de mejores condiciones de vida. Aumentó entonces significativamente la densidad poblacional del norte de Yucatán, Quintana Roo y Campeche. Difícilmente las tierras altas podían mantenerse al margen de procesos de tal envergadura. Así, a través de su control de las rutas comerciales estratégicas, chontales e itzáes pudieron facilitar la expansión de la lengua y cultura nawa (de ramas como el nawa-pipil o el nawatl de Veracruz) hacia el Soconusco —con abundante cacao—, las tierras altas de Chiapas, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua; así como la costa del Pacífico.
Llegamos así al Posclásico temprano (900-1.200 d. C.), cuando en el México central vivirían su era de esplendor ciudades como Tula-Xicocotitlán —cuna del legendario Se Akatl Topiltzin Ketzalkōatl— llegando a controlar los valles de México y de Puebla-Tlaxcala. Llegaría la era de los toltecas. Su vasto legado ideológico se conocería después como la tōltēcayōtl —cuyas raíces se hunden en la era previa de Teotihuacán—. No pocas culturas posteriores clamarían ser sus herederas, incluyendo las élites nawas de Tenochtitlan y Texcoco, para quienes cualquier ascendencia sanguínea tolteca dotaba de gran legitimidad. La influencia de los toltecas de Tula Xicocotitlán eventualmente alcanzaría las altas serranías de Oaxaca, donde hacia 1100 floreció la cultura mixteca bajo el mando del señor Ocho Venado —originario de Tilantongo—, quien lograría integrar una gran confederación de pueblos, que lo llevarían a controlar el valle central.
Fue entonces que se difundió extensivamente el uso de la metalurgia a través del área maya, el México central y el valle de Oaxaca. Si bien surgiría desde el Clásico tardío en el occidente de Mesoamérica, su desarrollo inicial no ha podido documentarse, lo cual sugiere que pudo difundirse desde algún lugar de Sudamérica —probablemente desde Ecuador y Colombia a través del Pacífico—. Ciertamente, los artesanos mesoamericanos llegarían a desarrollar innovaciones propias, tal y como demuestran una serie de discos de oro que fueron extraídos del Cenote Sagrado de Chichén Itzá, cuyos grabados conmemoran victorias militares de grupos del México central o Nonohualco sobre otros que podrían ser maya-itzáes. Siglos después cobraría tal desarrollo que aun los conquistadores españoles quedarían maravillados ante las creaciones de los orfebres mesoamericanos, como los peces de metal con escamas de oro y plata que podían comprarse en el mercado de Tlatelolco.
A comienzos del siguiente k’atún 8 Ajaw (928-948), los libros del Chilam Balam narran el abandono de Chichén Itzá por los itzáes. Un k’atun después, en 6 Ajaw (948-968) tomarían por asalto el territorio chontal de Chak’anputun —posiblemente Champotón— donde establecen su nueva capital. De acuerdo con los libros del Chilam Balam, allí florecerían durante todo un ciclo may —doscientos cincuenta y seis años—. La arqueología muestra que durante esta época Champotón se convirtió en un puerto importante, conectado estratégicamente por un río navegable con la Laguna de Términos, sede de importantes puertos chontales como Xicalango. Hacia el oriente de Champotón, los comerciantes podían navegar con relativa facilidad a Isla Cerritos, Tulum y Santa Rita Corozal, desde donde podían continuar hacia las costas de Belice y el golfo de Honduras.
El incesante ciclo del may traería un nuevo k’atún 8 Ajaw —entre 1185 y 1204—, cuando las fuentes coloniales señalan que los itzáes abandonaron Chak’anputun. Les tomaría décadas fundar una nueva capital, aunque eventualmente lo conseguirían. El Chilam Balam de Chumayel señala un k’atún 13 ajaw (1263-1283) como la fecha en que los «hombres mayas» (màaya winiko’ob’) se establecieron en la ciudadela fortificada de Ichpatuun-Mayapán. En una versión alterna, fray Diego de Landa recogió tradiciones orales que atribuyen su fundación a Ketzalkōatl-K’uk’ulkáan en persona. Como quiera que haya sido, la relativa seguridad que ofrecía Mayapán —en medio de aquellos agitados tiempos— parece haber atraído a una gran cantidad de migrantes desde áreas periféricas. Sin duda algunos de los últimos supervivientes de la alta cultura de las tierras bajas centrales buscaron también refugio en Mayapán. Algunos expertos creen que los tres códices mayas que conocemos —actualmente resguardados en Dresde, Madrid y París— fueron producidos en una fecha cercana al florecimiento de Mayapán.
Mayapán fue construida a imagen y semejanza de Chichén Itzá —siguiendo el ideal de Tulan— si bien en escala mucho más modesta, incluyendo una versión «reducida» de su propio Templo de K’uk’ulkáan, junto al cenote Ch’en Mul. No obstante, dentro de sus murallas llegaron a erigirse hasta cuatro mil estructuras. Gobernó allí el linaje de los Koko’om —quienes previamente habían pertenecido a la alta nobleza de Chichén Itzá— e instauraron una confederación cuyo verdadero alcance desconocemos. Es probable que el término «maya», tal y como lo conocemos, se haya referido en algún momento a los habitantes de Mayapán. Lo cierto es que tras la destrucción de la ciudad, las élites que la habitaron se dijeron «mayas» para otorgarse jerarquía y prestigio —tal y como otras se dijeron «toltecas»— y así reclamar mayores derechos, merced a una real o supuesta descendencia ilustre.
Así, las poblaciones pluriétnicas bajo el gobierno itzá —la nueva «gente maya»— permanecerían en Mayapán hasta el siguiente k’atún 8 Ajaw, que da inicio en 1441. Para entonces había fuertes pugnas internas por el poder, que suscitaron la masacre de los gobernantes Koko’om por parte de Aj Xupan, descendiente del linaje Tutul Xiw de Uxmal. Desprovistas de su última gran capital, las poblaciones que la conformaron comenzarían nuevamente a emigrar. La Crónica de Calkiní —que data de 1595— refiere la salida del linaje Aj Kaanul tras la destrucción de Mayapán. Se declaran allí «gente maya del oriente» (maya winike’ti lak’ine’), aunque describen que sus ancestros fueron «hombres suywanos del poniente» (aj chik’ine’ suywáao’ob’). Ello responde a la retórica de aquel entonces, según la cual toda autoridad derivaba en última instancia de Tulan-Suywa’. Tal discurso formó parte crucial del nuevo orden internacional, especialmente durante los rituales de «toma de posesión», cuando los caciques o b’atab’ilo’ob’ debían pasar una serie de pruebas, que incluían acertijos formulados en la ‘lengua de Suywa’ (suyuat’àan), que cual bíblica Babel, evocaba el reflejo de una era previa a la caída de la humanidad en una gran confusión de lenguas.
La caída de Mayapán significó también la fragmentación de la península de Yucatán en una multitud de cacicazgos, fuertemente divididos. Uno de ellos tuvo su asiento en Tulum, de altas murallas. Allí se plasmaron magníficas pinturas murales en el llamado «Templo de los Frescos», o bien fachadas decoradas con relieves de estuco que muestran dioses descendentes identificados con Venus. Al mismo tiempo, se construyó un templo principal de cierta envergadura —su llamado «Castillo»— desde donde podía vigilarse la costa del Caribe mexicano, con sus paradisíacas playas y aguas de color azul turquesa, ante el riesgo constante de una invasión.