El Posclásico tardío (1200-1521 d. C.)
Muy lejos al oeste del área maya, sin duda marcaría un hito de gran trascendencia en toda Mesoamérica la fundación de México-Tenochtitlan en 1325. La última versión de Tulan, destinada a convertirse en la gran capital de los mexica, tras su legendaria peregrinación procedente de Aztlán —y de las siete cuevas del mítico Chikomōstok—. Para 1434, Tenochtitlan conformaría el eje de la Triple Alianza, junto con Texcoco y Tacuba, llegando a controlar treinta y ocho grandes provincias y más de cuatrocientos pueblos.
Desde la caída de su último reducto de Mayapán, los itzáes habían emprendido otra más de sus largas migraciones, en busca de un nuevo comienzo, acorde con el orden sagrado del may. Esta vez decidieron regresar a su patria original, en el corazón del Petén. Establecen entonces su capital en la isla de Noj Peten (isla grande) y llaman a su territorio Taj Itza’ (Tayasal). Reproducen allí el mismo tipo de organización que habían implementado antes en Chichén Itzá y Mayapán, dividiendo el territorio en cuatro parcialidades, regidas por otros tantos b’atab’ilo’ob’ , líderes de cada linaje: los Kanek’, los Ko’woj, los Pana y los Tut, bajo el mando de su rey Kaanek’ en Noj Peten, cuyo poder no era absoluto, pues debía consultar con ellos toda decisión importante.
En las tierras altas de Guatemala, siglos atrás había ocurrido el colapso de la mayor de sus capitales a través de los siglos: la gran Kaminaljuyú —en la actual ciudad de Guatemala— abandonada definitivamente hacia 1200 d. C. —durante la fase Esperanza tardío—. Al igual que había ocurrido antes en Nonohualco, la región de la costa del Pacífico se había convertido en un segundo «crisol» cultural tras el colapso del Clásico terminal. Confluyeron allí poblaciones de origen nawa —de las ramas pipil, nawatl y yaki— chontales y mayas —. Sus descendientes fácilmente pudieron migrar desde allí para colonizar vastas porciones de las tierras altas de Guatemala —encabezados por grupos de guerreros—, que tras la caída de Kaminaljuyú habían quedado prácticamente indefensas. Una posible lectura de las fuentes coloniales postula que estos migrantes pertenecían a siete grupos distintos —las siete naciones—, tres bajo el mando de los ancestros de los k’iche’ —nima’ k’iche’, tamub’ e ilokab’—; otros tres liderados por los ancestros de los grupos kaqchikeel, rab’inal y tz’utujil, más un grupo nawa llamado tepew yaki.
Los linajes mayas de tierras altas conformaron sistemas de gobierno distintivos —aunque compartían algunos rasgos con los de sus contrapartes itzáes de Noj Peten—. Su unidad principal era el linaje. Estos se conformaban a su vez de sublinajes. —como los ajaw k’iche’, kaweq’, nijaib’ y sakiq, pertenecientes al linaje de los nima’ k’iche’—. En sentido inverso, varios linajes podrían agruparse para formar un tinamit o asentamiento. Eventualmente, los k’iche’ unirían sus tinamit en una suerte de confederación, estableciendo un sistema de mando centralizado desde su primera capital en Jakawitz (Chitinamit). Bajo el mando de K’itze’ B’alam, la nación k’iche’ comenzaría a dominar a los demás pueblos no autóctonos, descendientes de las «siete naciones», amén de otros como los qekchi’es, mames y los pipiles —de origen nawa—, quienes buscarían integrarse en confederaciones similares. El rey Tzik’in se valió entonces de los subyugados kaqchikeel para someter a los poqomames y conquistar Rab’inal. Posteriormente mudarían su capital a Pismachi’, y dos generaciones después a Mukwitz Chilok’ab’, donde reinó el gran K’otuja’ —quien recurrió a los matrimonios políticos para reforzar sus vínculos con los kaqchikeeles y los tz’utujiles—. Después tocaría el turno de asumir el trono a su hijo, el legendario Q’uq’umatz, quien sin duda se cuenta entre los más grandes reyes del pueblo k’iche’. Se le atribuía el poder del Nawal —capaz de transformarlo en inverosímiles criaturas, o de hacerlo volar por los aires—. No obstante, fue durante la época del rey K’iq’ab’ cuando la nación k’ich’e’ alcanzaría su mayor apogeo. Para entonces habían trasladado su capital principal a la ciudad fortificada de Q’umarkaj (Utatlán). Tras su era vendría el declive. Hacia 1470 los Kaqchikeel lograrían derrotarlos y, una vez libres del yugo k’iche’, lograrían consolidarse como una potencia regional desde su capital en Iximche’, hoy Tecpán, en Chimaltenango.
Gran parte de lo que sabemos acerca de la mitología y la cultura k’iche’ proviene del célebre Popol Wuj o ‘Libro del Consejo’, considerado la obra cumbre de la literatura maya. La versión original fue escrita por linajes de Chichicastenango, valiéndose del alfabeto latino, hacia mediados del siglo XVI. Fue descubierto hacia 1701 por el párroco fray Francisco Ximénez en Santo Tomás Chuilá (hoy Chichicastenango). Refleja la forma en que la milenaria tradición maya comenzó a asimilar la influencia europea y el cristianismo. Su primera parte narra la creación del Cosmos por obra de los dioses primordiales, el Corazón del Cielo Jurakan —quien se desdobla en tres aspectos—, Tepew y Q’uq’umatz —apelativo k’iche’ de la serpiente emplumada—. La segunda parte narra la epopeya de los héroes gemelos, Junajpu’ e Ixb’alanke’, quienes superan con su habilidad y poderes una serie de pruebas —enfrentando a la vanidosa deidad celeste Wuqub’ Kaqix y al gran lagarto terrestre Sipakna’—, culminando con su victoria sobre los temibles dioses de la muerte en la mítica cancha del juego de pelota de Xib’alb’a’ (el inframundo).
La tercera parte narra la creación de los primeros hombres de maíz —ixi’m winiko’ob’— en Paxil Kayala’, allí donde nace el sol. Sus nombres fueron B’alam Quitze, B’alam Akab’, Mahukutah e Iqui-B’alam, y junto con su progenie emprenden una travesía desde Paxil, que les llevaría al paraíso terrenal de Tulan-Suywa’, al otro lado del mar, relacionado con Wukub’-Pek, Wukub’ Siwan (‘las siete cuevas y siete barrancas’). Es difícil pasar por alto el paralelismo que guarda este lugar con el legendario Chikomōstok —enigmático lugar de origen de las siete tribus nawas que dominarían después el altiplano central mexicano—, buscado en vano por los estudiosos desde el siglo XVIII. Por su parte, también el Título de Totonicapán —que data de 1554— ubica Tulan-Siwan en ultramar, al referir que desde allí llegaron a territorio k’iche’ los líderes de las ‘siete naciones de Tekpan’ —wuqamaq’ tlekpan— sin más posesiones que el poder y sabiduría del Nawal.
Los mitos de origen del pueblo Kaqchikeel muestran raíces comunes, aunque también intrigantes variantes. En el Memorial de Sololá —escrito alrededor de 1604— se habla de cuatro Tulanes distintos, ubicados hacia los rumbos cardinales, siendo el occidental el que daría origen a la nación Kaqchikeel. Valiéndose de tales narrativas fundacionales, los estudiosos han buscado infructuosamente la ubicación geográfica de la legendaria Tulan-Suywa’ al oeste —en Nonohualco, Teotihuacán y Tula—; al norte —en Chichén Itzá o Alta Vista y La Quemada—; y, más recientemente, al este —en la gran Copán—, aunque ciertamente ninguno de estos lugares corresponde a la descripción de un paraíso terrenal «al otro lado del mar».
Dondequiera que haya estado Suywa’, los progenitores de las ‘siete naciones de Tekpan’ —ancestros de los k’iche’, kaqchikeel, tz’utujiles, q’eqchi’es y mames— buscaron en repetidas ocasiones regresar allí, a fin de recibir las insignias de poder —el ritual de «toma de posesión»—de manos de su gran rey Nakxit, quien era el único que podía investirlos de autoridad como Ajpop —señores del trono— y legitimarlos con las sagradas escrituras de Tulan-Suywa’. Para muchos, Naxkit no es sino la forma que cobraría Ketzalkōatl-K’uku’lkáan tras haber desaparecido en el mar de oriente —a bordo de su barca de serpientes— al lugar donde fue entonces ningún mortal pudo seguirlo, pero fundaría allí una Tulan más, en Suywa’, con sus siete cuevas, sus siete barrancas y su entrada custodiada por un gran murciélago, según cuenta la leyenda.