Los Mayas

El colapso del clásico terminal

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La historia maya encierra su propia paradoja: es como si sus arraigadas creencias en un devenir cíclico sentenciaran que los eventos esenciales de su historia —incluso sus mayores tragedias— debían repetirse. Llegaría así un nuevo colapso, el del Clásico terminal (h. 800-900 d. C). Todo indica que se trató del más devastador. Uno a uno, los grandes centros comenzarían a caer y la era de los grandes reyes clásicos llegaría a su fin. Mucho se ha hablado acerca de los factores que ocasionaron su declive.

Contrario a lo que suele pensarse, el modo de vida de la civilización maya estuvo lejos de ser enteramente amistoso con el medio ambiente. De hecho, el sistema impuesto por los reyes divinos requería de la explotación de enormes cantidades de recursos del bosque tropical —incluyendo la tala y quema de muchos miles de árboles y toneladas de piedra caliza—. Hacia fines del Clásico tardío, existen evidencias sobre aumentos significativos de población. Poblaciones otrora tan grandes como las de Tikal y Calakmul —que en su momento llegaron a albergar más de sesenta mil habitantes— rebasaron con mucho la capacidad productiva del medio ambiente selvático. Ello propició fuertes daños ecológicos. Los suelos se agotaban y, tras grandes esfuerzos, sólo rendían magras cosechas. Tal situación —de por sí grave— se tornaría catastrófica con la llegada de prolongados ciclos de sequía. No pocas ciudades padecerían hambrunas y escasez de agua.

Así, la figura del rey divino —intermediario entre sus súbitos y las poderosas divinidades que controlaban el clima, la lluvia y la fertilidad— comenzó a ser severamente cuestionada, perdiendo rápidamente el apoyo y la obediencia de sus pueblos, que durante siglos los habían mantenido en una situación privilegiada. Con el abandono de las grandes ciudades, en ausencia de gobierno e instituciones, algunos grupos de pobladores de las tierras bajas parecen progresivamente haber tenido una regresión hacia un estado de semibarbarie. Muchas de las ciudades en ruinas fueron entonces saqueadas, en busca de tumbas que podían encerrar valiosos tesoros, como el jade y las joyas con que solía enterrarse a los grandes reyes de antaño, quienes desde su reposo eterno observaban el fin de su era.

En el pasado, los reyes podían conjurar rápidamente tales riesgos de sublevación echando mano de intimidantes ejércitos bajo su mando. Ahora, muchos ejércitos estaban diezmados por las continuas guerras y los militares desertaban. El efecto debió ser como el de un imán que súbitamente pierde su capacidad de atracción. Los últimos miembros de la nobleza abandonaron sus lujosas residencias, abandonando al grueso de la población a su suerte, generando con ello un gran caos. Hubo entonces éxodos masivos de población desde los grandes centros urbanos a las zonas rurales, las montañas o la selva, en busca de regiones donde hubiese todavía tierra fértil y agua limpia —aunque la escasez de ambas suscitó fuertes conflictos por adquirirlas—. Unos pocos optaron por ocupar los amplios aposentos a los que antes tuvieron prohibido acceder, donde vivirían sólo por algún tiempo.

Tras el colapso de las cortes reales, dejaron de producirse regularmente los detallados registros históricos del pasado, pues los grandes artistas de antaño estaban ahora menos interesados en continuar registrando los hechos y proezas de sus amos que en procurarse su propia supervivencia. Si acaso algún líder disponía aún de escultores competentes, estos debían ahora dedicar todas sus energías a legitimarlo, con frecuencia exagerando su estatus, ante la multitud de facciones rivales que se disputaban el poder de los centros supervivientes. Ello nos dificulta grandemente la labor de reconstruir los detalles del Clásico terminal, lo cual hace preciso que prestemos atención adicional a los patrones que surgen dentro de la cerámica, la arquitectura y todos los indicadores arqueológicos a nuestro alcance, a fin de compensar la menor cantidad de información histórica a nuestro alcance.

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