El Colapso del Clásico medio
A estas alturas, no debería sorprendernos ya que hablemos nuevamente de otro colapso. Esta vez, el ocurrido durante un período transicional, que llamamos Clásico medio (h. 500-600 d. C.). Ante la falta de datos, la mayoría de arqueólogos de la primera mitad del siglo pasado optaron sencillamente por ignorar tales fenómenos. Hoy día, este enfoque ha cambiado. Aunque no es mucho lo que podemos sacar todavía en claro, conocemos al menos varias de las causas que generaciones previas de estudiosos apenas intuyeron. Nos referimos a sucesos de inmensa trascendencia, que trastocarían irreversiblemente el orden establecido durante el Clásico temprano. Entre ellos, el colapso de Teotihuacán y sus inevitables repercusiones en las tierras bajas centrales mayas. El reacomodo de fuerzas resultante propició fenómenos como el vertiginoso ascenso de la dinastía de la serpiente, llamada antiguamente Kaanu’ul, al tiempo que su antítesis —la otrora poderosa capital de Tikal— se hundiría en una edad oscura, de la cual tardaría unos ciento treinta años en emerger.
Mas no nos adelantemos en los sucesos. Es claro que antes de caer en las tinieblas, Tikal disfrutó de un florecimiento durante el Clásico medio. Como resultado de su reciente alianza con Teotihuacán, fue testigo de un período de extraordinaria bonanza. Sus gobernantes no titubearon entonces al emprender ambiciosas remodelaciones urbanísticas, tanto en su zona central como en la plataforma este. Así, sabemos de al menos veinticuatro estelas de piedra que fueron erigidas entre los años del 378 al 525 —en comparación con sólo once construidas después del Clásico medio—. Si nos fijamos en la arquitectura producida entonces, veremos como toda una generación de reyes de Mutu’ul conectados con el nuevo orden teotihuacano ordenarían la construcción de grandes pirámides y extraordinarios proyectos, como el Templo 34 (que encierra la tumba de Yax Nu’un Ahiin), que se erige sobre la tumba de su hijo Sihajiiy Chan K’awiil, o bien el Templo 32.
Precisamente entonces se registran cambios en la tradición cerámica, pues sobreviene la transición entre las fases llamadas Manik 2 y Manik 3. Fue entonces cuando aparece un nuevo rey de Tikal, llamado K’an Chitam (Pecarí Amarillo), quien pronto erigiría al menos cuatro magníficas estelas. Quizás desde sus tiempos se construyó también el primero de los múltiples complejos arquitectónicos de pirámides gemelas en Tikal, cuyo propósito fue conmemorar las ceremonias de final de k’atun —eventos que ocurrían aproximadamente cada dos décadas, para ser precisos, 360 x 20 días—. Ya fuera debido a sus crecientes ambiciones de poder o a la necesidad de atraer nuevamente sitios antiguamente aliados a Tikal bajo su control, lo cierto es que, hacia el 486, K’an Chitam pudo ser el artífice de un ataque contra de Río Azul —antiguamente llamado Sak Ha’ Witznal (‘Montaña de Agua Clara’)— situado a más de cuarenta y dos kilómetros de allí, hacia el noroeste, con cuya dinastía previa mantuvo ciertos vínculos de parentesco, pues su madre fue nieta del ilustre rey Wayaan de aquella ciudad, perteneciente a la casta divina de los «señores de Masu’ul», un antiguo linaje vinculado también con la cuenca de El Mirador y con el sitio de Naachtún.
La muerte de K’an Chitam sobrevendría poco tiempo después. Su tumba no ha podido aún ser hallada por los arqueólogos, pero sabemos que fue un digno heredero de la tradición teotihuacana establecida generaciones atrás, tal y como delata su retrato en la Estela 40, erigida en 468. Su hijo —llamado Chak Tok Ich’aak II— estaría destinado convertirse en otro de los grandes gobernantes del sitio. La importancia que adquiriría después queda de manifiesto desde el énfasis precoz que le otorga su padre en el 486, durante la celebración de su primer ritual de sangrado —un rito de paso infantil—, tras lo cual asumiría el trono, tan sólo dos años después. Durante la época de K’an Chitam y Chak Tok Ich’aak II, Tikal parece haber vivido un período de gran esplendor, el cual desafortunadamente no habría de perdurar. Algo que se nos escapa —aunque profundamente trascendente— debió ocurrir hacia 470. Así lo advirtió el genio de Tatiana Proskouriakoff, quien al analizar el arte de Tikal, explicó que la súbita pérdida de motivos e insignias propias del poder real de entonces sólo podría significar que allí tuvo lugar un evento paradigmático, de magnitud comparable a una revolución política y social.
A la par de Tikal-Mutu’ul, otros centros del Petén comenzaban a prosperar. En 484, un gobernante llamado Yajawte’ K’inich I ascendería al trono en la ciudad de Caracol (antiguamente llamada Uxwitza’), ubicada en lo que es hoy Belice. Bajo su guía, la ciudad experimentaría un notorio florecimiento. Algunos años después, el rey Chak Tok Ich’aak II celebraría el final de período de 495 en la gran Tikal, erigiendo tres estelas, de estilo y contenido textual notoriamente simplificado —carentes del derroche virtuosístico que solía caracterizar la época anterior—. En efecto, el motivo dominante deja de ser enfatizar las ligas con la gran Teotihuacán y el fuego nuevo traído de allí. En cambio, la austeridad de los nuevos monumentos prefería mostrar a los reyes de Tikal encendiendo sus propios fuegos rituales, como si se tratase de una declaración de independencia. Las extravagantes obras arquitectónicas emprendidas por Chak Tok Ich’aak II —y previamente por su padre— no hacen sino reforzar esta impresión de autosuficiencia. En particular las modificaciones que efectuaron a los templos 22 y 33.
Remontémonos por un instante a los tiempos en que Chak Tok Ich’aak II construía su magnífico palacio en la acrópolis central de Tikal. Imaginemos el orgullo de sabernos ciudadanos de una metrópoli en franco ascenso, cuya magnitud eclipsaba ya a sus vecinos del Petén. Sin duda nos sentiríamos en el centro del mundo, aunque seguramente ignoraríamos importantes sucesos que comenzaban a gestarse hacia la periferia. Setenta y tres kilómetros al sureste, en Caracol-Uxwitza’, Yajawte’ K’inich conmemoraría el final de k’atun de 9.4.0.0.0 (18 de octubre de 514). Justamente en esta época, aunque doscientos cincuenta y siete kilómetros al oeste de Tikal, se encontraba la zona transicional entre las tierras bajas occidentales y las tierras altas de Chiapas —en el fértil valle de Ocosingo—que había caído para entonces bajo el dominio de los militaristas señores del linaje de Po’. El primero de sus soberanos conocidos asumiría el poder en 514 en su gran capital de Toniná, y nos referimos a él como «Cabeza de Reptil». Sorprendentemente, un magnífico disco esculpido de Toniná parece registrar la muerte del rey de Tikal, Chak Tok Ich’aak II, en la fecha 9.3.13.12.5 (26 de julio de 508). Pocos días después, un vasallo suyo es capturado por los reyes de la dinastía de Pa’chan o Cielo Partido, quizá todavía en El Zotz’, o bien en su nueva y lejana capital de Yaxchilán a orillas del río Usumacinta.
Antes de morir, Chak Tok Ich’aak II tendría un hijo, llamado Wak Chan K’awiil, quien eventualmente heredaría el trono de Tikal, convirtiéndose así en el vigésimo primer gobernante. Sin embargo, por alguna razón hubo de esperar un intervalo considerable antes de asumir el trono, pues en 511, una infanta de seis años de edad —a quien conocemos simplemente como la «Mujer de Tikal»— gobernó de manera conjunta con el decimonoveno rey, Kalo’mte’ B’ahlam. A este mandato conjunto seguiría aún el del vigésimo gobernante, del cual muy poco sabemos en realidad. Posteriormente, Wak Chan K’awiil —quien probablemente había estado en el exilio— parece haber retornado para asumir el trono de Tikal en 537, desde una ubicación desconocida que bien podría haber sido Caracol, sitio entonces aliado de Tikal. Allí, un nuevo rey —llamado K’an I— había sucedido a su padre Yajawte’ K’inich desde hacía ya seis años. En lo político, sin duda Wak Chan K’awiil hizo mucho por expandir la esfera de influencia de Tikal, aunque tal actividad generaría a la postre funestas consecuencias, al atraer la indeseable atención de poderosos rivales, capaces de interrumpir bruscamente su progreso, según veremos enseguida.