Los Mayas

Descifrando el pasado maya

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Los antiguos mayas. Civilización enigmática y milenaria. Autodenominados ixi’m winiko’b’ (gente del maíz). Para muchos, sinónimo del máximo esplendor jamás visto en la América precolombina. Una plétora de libros busca rendir homenaje a su memoria. Pocas veces lo consiguen. Sin embargo, demasiados lectores aún se preguntan: ¿quiénes fueron?, ¿cómo vivieron y murieron?, ¿qué quedó de su mundo, hoy casi perdido? Más aún: ¿cómo entender sus creencias, su escritura, su calendario…?

Naturalmente, un volumen sobre tema tan fascinante difícilmente podía faltar en una colección como Breve Historia. Aquí encontrará el lector respuesta a algunas de sus mayores interrogantes e inquietudes. Dentro de sus páginas conoceremos los más brillantes logros de una gran civilización extinta, no sin justicia merecedora de un lugar destacado en el mundo de la antigüedad, al lado de las altas culturas de Egipto, China, Mesopotamia y el Valle del Indo, todas las cuales —al igual que los mayas— fueron capaces de registrar su propia historia y legarla a la posteridad, mediante la invención de sofisticados sistemas de escritura, autónomamente desarrollados. Afortunadamente, tales escritos son hoy inteligibles en gran medida, aunque el desciframiento maya es tan reciente que aún no se ha incorporado plenamente a obras de amplia difusión, como ahora hacemos aquí, a fin de acercarlos al gran público, ávido de conocerlos en detalle.

Algunos de nuestros lectores han tenido ya la inmensa fortuna de visitar el mundo maya y recorrer algunas de sus ciudades más imponentes, donde quizá escalaron elevadas pirámides y perdieron la orientación en laberínticos palacios. Otrora pletóricas de población, estas ruinas son habitadas hoy día únicamente por las más exóticas especies de flora y fauna, inmersas como están en exuberantes bosques tropicales, como aquellos que rodean Tikal, Palenque, Copán, Chichén Itzá y tantos sitios más. Cientos de ellos. Cada uno con sus propias historias que contar, sus propios secretos por desentrañar. Otros vieron despertar su entusiasmo por esta cultura en primera instancia a través de documentales, libros, revistas o bien internet, hoy tan en boga. Sin embargo, para viajeros, lectores y cibernautas bien dispuestos, tales contactos con el mundo maya, lejos de saciar su curiosidad inicial, no logran sino avivar el fuego del conocimiento, tras experimentar cómo los vestigios del pasado remoto son capaces de despertar su asombro, reverencia y admiración. ¿Quiénes construyeron tales ruinas hace más de mil años? ¿Acaso habrán sido hombres y mujeres como nosotros? De esta forma comienza en no pocos la gran aventura de descubrir el glorioso pasado maya que, en virtud de su carácter universal, resulta también una vía legítima para el autoconocimiento. Su herencia ilumina estas páginas y encierra recompensas para el espíritu comparables a las de descubrir por primera vez los grandes tesoros de la mitología grecolatina o los profundos preceptos filosóficos del Lejano Oriente.

Tikal, Petén. Guatemala. Vista de la imponente acrópolis y la gran plaza central, dominada por el colosal Templo I que alcanza los cuarenta y cinco metros de altura. Fotografía de Chensiyuan.

Paradójicamente, la misma fascinación que ejercen los antiguos mayas en nuestro excesivamente tecnificado mundo es lo que explica en gran medida por qué aún mantienen su carácter enigmático e impenetrable ante los ojos occidentales. Al gran número de publicaciones sensacionalistas o pseudocientíficas escritas por autores o aficionados sólo familiarizados —en el mejor de los casos— con aspectos muy fragmentarios de esta antigua cultura, se suma el relativo aislamiento mantenido por los círculos académicos autorizados respecto a un público más amplio. En efecto, no pocos de los mayores avances de nuestro tiempo acerca de los antiguos mayas aparecen únicamente en revistas o libros académicos de circulación sumamente restringida, que son conocidos por muy pocos en verdad, más allá de una pequeña comunidad de estudiosos mayistas, es decir, de los científicos sociales o expertos dedicados al estudio de esta gran cultura, a través de disciplinas como la arqueología, la epigrafía, la iconografía, la etnohistoria, la etnología y, más recientemente, la historia maya del período Clásico, fascinante campo de estudio abierto a raíz del desciframiento jeroglífico de las últimas décadas.

El libro que el lector tiene ahora en sus manos busca precisamente subsanar la paradoja anterior, ofreciéndole información fidedigna en un lenguaje accesible, desprovisto de jerga técnica, pues es hora de que no sólo la academia, sino también el gran público, podamos trascender juntos el cúmulo de nociones románticas idealizadas o distorsionadas que aún perduran, algunas de las cuales han creído ver en los mayas poco más que una civilización idílica de pacíficos sabios de la Edad de Piedra, obsesionados por el transcurrir del tiempo y perdidos en esotéricas contemplaciones de los astros, recluidos en centros ceremoniales prácticamente deshabitados por la gente común, hasta que fueron bruscamente sacudidos de tales contemplaciones por la llegada de ambiciosos conquistadores europeos. Por inadecuada que nos parezca ahora esta visión, sin duda representó un avance respecto a elucubraciones previas sobre los orígenes de los primeros pobladores de América y, por ende, de los misteriosos constructores de las evocadoras ruinas que iban descubriéndose a lo largo y ancho del territorio maya.

Vigentes desde la época colonial hasta el siglo XVIII, tales nociones atribuyeron a los mayas fantásticos orígenes. A fin de no violentar el dogma establecido, bajo el cual todos los seres humanos debían forzosamente ser «hijos de Adán», explicar quiénes habían sido los misteriosos constructores de aquellas ciudades tantos siglos abandonadas suscitó que fuesen invocándose por turnos a las doce tribus perdidas de Israel —aquellas entre las que Josué repartió la tierra prometida— o bien al mítico Ofir del rey Salomón, ubicado por unos en Yemen y por otros en el Perú. Como alternativa a admitir lo anterior, la presencia de grandes pirámides cubiertas por exuberante vegetación sugirió a otros vínculos con el Egipto faraónico o con la recóndita Cartago (en la actual Túnez), fundada por la legendaria reina Dido de La Eneida. También se recurrió por igual a fenicios o vikingos, alegando que la incomparable destreza náutica de ambos fue capaz de cruzar océanos en épocas muy anteriores a aquellas en que España, Portugal e Inglaterra se disputaran la supremacía de los mares. Así, llegó incluso a mencionarse entre susurros la fabulosa Atlántida, descrita por turnos por Platón y Séneca, que pronto adquiriría popularidad en el imaginario colectivo para explicar los orígenes de la alta civilización en América durante aquellos primeros siglos de colonialismo europeo.

Tales divagaciones bien pronto habrían de entremezclarse con otras, tanto o más extravagantes, acerca de la existencia de grandes ciudades enteramente construidas de oro o plata, en ocasiones habitadas por gigantes y otras criaturas inverosímiles, aunque siempre buscadas febrilmente por conquistadores como Cortés, Vázquez de Coronado, Orellana y Pizarro. Poco importó que tales urbes de ensueño llevasen por nombre Tenochtitlan, Paititi, Cíbola, o bien El Dorado, su fama llegó a ser tal que aún siglos después inspiraría a figuras literarias de la talla de John Milton, Joseph Conrad y Edgar Allan Poe, o bien a genios musicales como Richard Wagner.

El afán por proyectar concepciones bíblicas y de la antigüedad clásica a toda explicación sobre el origen de estos imponentes vestigios, que comenzaban a hallarse por doquier en las húmedas selvas tropicales de Chiapas, Yucatán, Guatemala y Honduras, únicamente reflejaba el desconcierto y la inhabilidad de la Europa previa al siglo XVIII para comprenderlos, así como su negativa a conceder cualquier posibilidad de que los antepasados de sus sobreexplotados súbditos indígenas —recién colonizados y convertidos a la fe católica— hubiesen tenido jamás un pasado tan glorioso y brillante como el que a todas luces testimoniaban los vestigios de sus portentosas ciudades, que aun en ruinas parecían rivalizar en tamaño y sofisticación con algunas de las grandes capitales europeas.

No obstante, resulta preciso reconocer aquí a figuras como el evangelizador franciscano español fray Diego de Landa del siglo XVI, y centurias más tarde al famoso explorador estadounidense John Lloyd Stephens, quienes, pese a su ambivalencia, se adelantaron a sus contemporáneos, al atribuir atinadamente la construcción de las majestuosas ruinas de Chiapas y Yucatán a los propios antepasados de los pueblos mayas, que aún habitaban tales regiones.

Fue sólo después de que cayese bajo la Corona española el último reducto maya de Tayasal en 1697 cuando comenzó a entenderse que grandes áreas despobladas en el Petén central —el área nuclear de las tierras bajas mayas— habían sido abandonadas casi por completo muchos siglos atrás, y poblaciones enteras habían emigrado desde allí hacia el norte de Yucatán, a las tierras altas de Chiapas y Guatemala, a las costas de Belice y otras regiones, por causas imposibles de adivinar en aquel entonces, aunque hoy día forman parte de un conjunto de fenómenos referidos como el «Colapso» de la alta civilización que floreció durante el período Clásico.

Afortunadamente, tras dos siglos de investigaciones sistemáticas, la situación hoy día es muy distinta. Además del cuidadoso estudio arqueológico de estas ciudades precolombinas, uno de las principales vías de acceso a la inigualable riqueza del mundo maya de la antigüedad es el estudio del corpus jeroglífico maya, fuente incomparable de datos de primera mano, que esta obra pone al alcance del lector, conformado por el compendio de todos aquellos monumentos y objetos arqueológicos conocidos que registran auténtica escritura.

Este gran corpus rebasa a la sazón los diez mil ejemplares, producidos literalmente en cientos de distintas urbes mayas de la antigüedad. Comprende textos plasmados en soportes muy diversos, desde inmensas escalinatas jeroglíficas hasta murales pintados al fresco; dinteles, estelas, tableros y columnas labradas, además de objetos portátiles como vasijas cerámicas, joyas e instrumentos finamente trabajados en concha, hueso, obsidiana y jade, sin olvidar los escasísimos códices, o auténticos libros jeroglíficos sobrevivientes, resguardados en Madrid, París y Dresde.

Así da comienzo la apasionante aventura intelectual del desciframiento de la escritura maya (narrada en el capítulo 1). A diferencia de los brillantes triunfos individuales que culminaron en desciframientos como el de los jeroglíficos egipcios efectuado por Jean-François Champollion, o bien el logrado por Michael Ventris con el sistema Lineal B micénico, el mérito de esclarecer el sentido de los glifos mayas no corresponde a una sola persona o grupo, sino que comprende una larga cadena de contribuciones individuales y colectivas a través de casi dos siglos de erudición y tenacidad.

Palenque (Chiapas). Templo de la Cruz Foliada. Siglo VII d. C. Detalle del texto jeroglífico del lado izquierdo del tablero central. Fotografía de Linda Schele

Así, el lector podrá valorar en toda su dimensión el fruto de la sucesión de aportes y avances que han hecho posible, en última instancia, penetrar en los códigos usados por los antiguos mayas para el registro de muy diversos géneros de información. Capaz de preservar desde cómputos calendáricos y astronomía hasta historia, mitos y poesía, el intrincado sistema de escritura maya es sin duda el de mayor complejidad visual jamás inventado, por lo cual carecería de sentido juzgarlo en términos occidentales —como el grado de «pragmatismo» o la capacidad para transmitir información en forma «expedita»—, pues para los mayas y otros pueblos antiguos la escritura resulta mejor entendida como dádiva de los dioses a la humanidad y, por ende, se le atribuye un carácter sagrado.

De esta forma, desde el primer momento nos veremos inmersos en el mundo maya y conoceremos los principales aportes de los estudios de aquella civilización. Aquí resultará claro que su civilización no surgió en el vacío ni por «generación espontánea», sino que fue el resultado de procesos más amplios, verificados en una superárea cultural llamada Mesoamérica, que englobó buena parte de México, todo Guatemala, Honduras y Belice, además de zonas de El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. Lógicamente, los grupos étnicos que habitaron tan vasto territorio fueron cuantiosos, junto a otras grandes civilizaciones, inclusive de mayor antigüedad que los mayas, como la de los olmecas que habitaron grandes centros en lo que hoy son Veracruz y Tabasco, en torno a la costa del golfo de México; o bien de mayor poderío y hegemonía, como bien pudo serlo la gran metrópolis de Teotihuacán, en el altiplano central mexicano; aunque en no pocos casos fueron igualmente fascinantes, según podría decirse al menos de Monte Albán en el valle de Oaxaca, o bien más tardíamente de los grandes centros epiclásicos (h. 800-950 d. C.) como Cacaxtla, Xochicalco, Tula y Tajín, cuyo esplendor cosmopolita «internacional» bien puede compararse al de Uxmal y Chichén Itzá en el norte de Yucatán.

En cualquier caso, difícilmente podríamos entender la civilización maya sin reparar en el medio ambiente donde se desarrolló. Único en riqueza y biodiversidad. Habitado por especies de flora y fauna que llamaron tempranamente la atención de naturalistas tan insignes como el barón Alexander von Humboldt, llevándole a bautizar el territorio de la entonces Nueva España como el «cuerno de la abundancia». A pesar de no haberlas podido visitar personalmente, las observaciones formuladas por este erudito alemán sobre las ruinas de Palenque, Copán y Utatlán pronto habrían de avivar la curiosidad ilustrada de Carlos III, rey de España entre 1788 y 1808. Como resultado de ello, se ordenó desde entonces la elaboración de dibujos exactos y precisos de los vestigios monumentales ubicados dentro de algunos territorios de lo que entonces fueron el Virreinato de la Nueva España en México y la Capitanía General de Guatemala.

Tales características medioambientales también permitirán al lector apreciar las difíciles condiciones en que los mayas desarrollaron su portentosa civilización, cuyos orígenes y desarrollo (objeto del capítulo 2) nos remontarán desde el advenimiento de los primeros pobladores hasta el origen de los primeros centros urbanos del Preclásico medio (h. 1200 a. C. -100 d. C.). Extraordinarios avances en la agricultura y la tecnología hidráulica, acompañados de una nueva organización social y especialización del trabajo, desencadenarían posteriormente el surgimiento de la alta cultura urbana que persistió desde el Preclásico superior (400 a. C. - 250 d. C.), incluyendo centros como El Mirador, Nakbé, San Bartolo, Tikal y Uaxactún.

A continuación tendría lugar el Clásico temprano (h. 250-600 d. C.), período en que tuvieron su origen las más importantes dinastías, cuyos pormenores conoceremos en el capítulo 3, a través de sus mitos fundacionales. Fue durante este intervalo cuando miles de habitantes en cada una de las grandes ciudades acabarían por someterse al poder centralizado en la figura de todopoderosos gobernantes, quienes literalmente encarnaban el poder político, religioso y militar. Al llegar la segunda mitad del siglo IV, el área maya viviría uno de los episodios más fascinantes de su historia —recogido en el capítulo 4—, que involucra la llegada de un poderoso grupo de extranjeros procedentes de la gran Teotihuacán, comandados por el lugarteniente Sihajiiy K’ahk’ (‘Nacido del fuego’) y su enigmático rey, llamado Jatz’o’m Ku’ (‘Búho lanzadardos’). A la postre, ambos personajes lograrían imponer un nuevo orden en las tierras bajas, cuyo recuerdo perduraría siglos después.

Llegamos así a la era de los «reyes divinos» (k’uhul ajawtaak), cuya sabiduría, competitividad y ambición llevarían a la civilización maya a alcanzar el pináculo de su desarrollo durante el período de esplendor Clásico tardío, entre el 600 y el 900 d. C. —al cual dedicamos los capítulos 5 y 6—. La abundancia de textos jeroglíficos y profusión de datos arqueológicos que datan de esta época nos permiten alcanzar aquí los mayores niveles de detalle y riqueza narrativa de nuestro relato. Veremos cómo, gracias al desciframiento, los grandes logros mayas no deben ser entendidos hoy día como el producto impersonal de figuras anónimas, remotas e inaccesibles. Muy al contrario, uno a uno, sus principales gobernantes, esposas, hijos y las genealogías de sus distintos linajes han podido rescatarse del olvido. Hoy podemos pronunciar de nuevo los nombres originales de las antiguas ciudades que gobernaron, mil quinientos años antes de que sus descubridores modernos las refirieran con otros, como Copán, Palenque, Tikal, Piedras Negras, Yaxchilán y Calakmul.

Así, exploraremos la biografía del más poderoso de los reyes mayas, Yuhkno’m el Grande, máximo soberano de la dinastía de la serpiente Kaanu’ul (entonces asentada en Calakmul), cuyas proezas buscarían ser emuladas en vano por su sucesor Yuhkno’m Yihch’aak K’ahk’ (‘Garra de Jaguar’), hasta verse bruscamente truncadas por su némesis de Tikal, Jasaw Chan K’awiil, quien lo derrotaría en un épico combate. Fue esta también la época en que los hijos del afamado K’inich Janaahb’ Pakal consolidaban su refinada corte en Palenque (antes llamada Lakamha’), mientras en Yaxchilán, el longevo Kohkaaj B’ahlam III (‘Escudo Jaguar III’) disputaría gallardamente la supremacía del río Usumacinta contra los poderosos reyes de Yokib’ (hoy ‘Piedras Negras’).

De esta forma, nuestros lectores gozarán de acceso privilegiado a los principales episodios que tuvieron lugar dentro del gran escenario de las tierras bajas mayas. Seremos espectadores allí de cruentas batallas en pos de una hegemonía imperial que jamás podría lograrse del todo, protagonizadas por la dinastía de la serpiente y su archirrival Tikal, en una serie de confrontaciones que trascendieron fronteras y generaciones. Veremos como estas grandes potencias buscaron entablar redes o confederaciones con una amplia gama de sitios menores en fuerzas, obligándoles a tomar partido por alguno de los bandos, dentro de un amplio espectro de interacción, que podía abarcar desde burdas demostraciones de poderío militar —como la destrucción de ciudades o la toma de cautivos de alto rango— y alianzas estratégicas en pos del control de territorio, recursos o poblaciones, hasta formas notoriamente más sutiles, como el fomento de relaciones diplomáticas a través de vínculos de parentesco, el obsequio de costosos bienes de prestigio y la celebración de rituales conjuntos, que incluyen torneos de juego de pelota relativamente amistosos. Tal es el marco en el que se desarrollaron los eventos que definieron la historia maya, según pueden ser reconstruidos hoy, con una riqueza de detalles que habría sido impensable antes del desciframiento moderno.

Pero toda era llega a su fin, y aquella de los «reyes divinos» no sería la excepción. Así sobrevendría el Colapso, fenómeno cuyas causas últimas estamos aún lejos de comprender satisfactoriamente —según explica el capítulo 7—, aunque sabemos que involucró fuertes éxodos y migraciones, aunadas al abandono de la mayoría de los grandes centros del sur, que pronto serían engullidos por la selva y el olvido, hasta ser redescubiertos un milenio después. Aún en medio de las catastróficas secuelas del Colapso, el norte del mundo maya vería aún una última era de gran esplendor, simbolizada por la llegada del héroe legendario Ketzalcōatl-K’uk’ulkáan (la Serpiente emplumada) cuya biografía nos llevará de un extremo a otro entre el mito y la historia, aunque examinaremos las huellas que dejó a su paso en portentosas ciudades como Chichén Itzá, Uxmal, Ek’ Balam, Edzná y Mayapán. Surgiría un nuevo orden internacional (reflejado en el capítulo 8), llamado así porque involucró una fuerte participación de distintos grupos étnicos, algunos mayas, otros procedentes del lejano Veracruz, Tabasco e incluso del México central, como los itzáes, chontales y nawas. Tal ideología tuvo como base la refundación de ciudades «modelo», basadas en la arquetípica Tulan-Suywa’; el auge en el comercio a larga distancia; el incremento en el militarismo y el énfasis en nuevos cultos religiosos, centrados en la figura de la serpiente emplumada, otro de cuyos múltiples aspectos fue también el dios del viento E’ekatl, de alargado pico.

Pero el legado maya no se limita a la riqueza de su historia, sino que la trasciende en mucho. De esta forma, a lo largo de nuestro recorrido podremos compenetrarnos con el núcleo de creencias íntimas que conformaron su mitología y religión. Nociones clave para entender su pensamiento fueron aquellas relacionadas con la «geografía sagrada» —donde cobran importancia vital las distintas cualidades de los rumbos cardinales y sus colores asociados— y aquellas referentes al eterno ciclo de vida, muerte y renacimiento inherente a todos los seres animados que poblaron su vasto cosmos —desde el ciclo de veinticuatro horas del sol (k’in) hasta el de trescientos sesenta y cinco días de la planta de maíz (haab’)—. En el centro de este vasto mapa del cosmos se encuentra un gran árbol de ceiba (llamado antiguamente Yaxte’) que, cual eje del cosmos, atraviesa con su tronco los distintos niveles celestes mientras su amplia copa se ramifica por regiones luminosas —habitadas por benévolas deidades—, aunque su base reposa sobre el lomo de un inmenso saurio que simboliza las regiones terrestres, a la vez que sus raíces se hunden hasta perderse en la negrura del inframundo, habitado por ominosos seres de la oscuridad.

Las deidades principales del panteón maya siempre nos asombran por sus atributos, facultades y poderes sobrenaturales, al igual que por su proteica fluidez; son tan capaces de fisionarse en una multiplicidad de aspectos y desdoblamientos como de fusionarse en torno a un par de principios unificadores generales. Examinaremos algunos de los episodios míticos donde estas intervienen, dentro de las narrativas de origen y fundacionales (capítulo 3), tales como los que narran la Fecha Era del momento de la Creación, acaecido en el 3113 A.C., cuando se manifestaron tres piedras siderales, relacionadas con otros tantos «tronos» de jaguar, serpiente y agua, y quizás también con sucesivas «conquistas» o «victorias», acaecidas en una primigenia cancha de juego de pelota, sin duda una metáfora para representar al cosmos mismo. Hablaremos también del diluvio previo a tal creación —fijado por ellos en el 3298 a. C.—, vinculado con muchas de sus más profundas concepciones, que los llevarían a percibir, por ejemplo, estrellas y planetas como flores enjoyadas u otras fantásticas entidades anímicas, sólo lejanamente comparables a las constelaciones de nuestro Zodiaco occidental.

Veremos cómo la historia maya está repleta de paradojas, desde el desarrollo singular de su grandiosa civilización en un ambiente hostil y selvático hasta la construcción de inmensas acrópolis, basamentos y pirámides en completa ausencia de instrumentos metálicos. Durante toda la obra se muestran algunos de los más importantes logros culturales que alcanzaron los mayas, brindando al lector mayor oportunidad de acercarse a sus sorprendentes avances intelectuales. Sin duda despertarán la admiración del lector sus extraordinarios conocimientos matemáticos y astronómicos, muy superiores a los vigentes en la Roma y Bizancio contemporáneos, así como sus técnicas constructivas y brillantes soluciones arquitectónicas, desarrolladas en condiciones harto inferiores con respecto al Viejo Mundo, como fueron la ausencia de bestias de carga y de transporte a rueda.

Al final del recorrido a través del mundo sin parangón que ahora se abre ante nosotros, veremos cómo los antiguos mayas pueden perfectamente prescindir de toda especulación fútil e imaginación desenfrenada —recursos fáciles, comunes en libros, películas y documentales de nuestro tiempo— para ofrecernos en cambio su verdadero legado, tan vigente en su capacidad universal de fascinar, cautivar y despertar admiración y asombro como lo fue hace más de trece siglos, cuando alcanzaron el pináculo de su desarrollo. Así, sin necesidad de recurrir a la fantasía, el avance de los estudios mayas ha podido en verdad rescatar muchos de los aspectos más extraordinarios de su antigua civilización, que ahora ansían brillar con luz propia en páginas como estas, orientadas a un público más amplio. Lejos de emprender búsquedas infructuosas sobre sus orígenes en la mítica Atlántida o el recóndito Cartago, debemos volvernos hacia la propia Mesoamérica, cuna de otras portentosas civilizaciones.

Tampoco debemos dar crédito a versiones recurrentes sobre una supuesta y súbita «desaparición» de los mayas, como por arte de birlibirloque, puesto que sus lejanos descendientes —desprovistos ya de la gloria de antaño, tras el colapso de su portentosa civilización— habrían de ser subyugados por blancos y barbados conquistadores llegados en extraños navíos, dueños de armaduras metálicas, espadas, armas de fuego, caballos, falsas gemas de cristal y otros prodigios, inauditos en la América precolombina.

Bien es cierto que la gran civilización que crearon se extinguió, junto con las formas más elevadas que cobró jamás su conocimiento y arte, aunque según veremos, ello ocurrió en gran medida por causas muy anteriores a la época del contacto europeo. Pese a ello, una paradoja ulterior —que abordaremos en la última sección— es que aún existan casi seis millones de mayas pertenecientes a más de veintiocho distintos grupos étnicos reconocidos. Dispersos en sus comunidades o entremezclados con la población de grandes ciudades en México, Guatemala, Honduras, Belice y El Salvador, ellos se siguen enfrentando cotidianamente al reto de ser diferentes a quienes hoy les gobiernan. Tras sobrevivir al Colapso y a la Conquista, tras siglos de opresión, los mayas de hoy continúan negándose a desaparecer, manteniendo aún vivos aspectos significativos de sus diversas lenguas y milenarias tradiciones. No hay duda de que algunos, pocos, de los grandes secretos de sus antepasados todavía laten en su sangre y habitan su memoria. Llegó la hora, amigo lector, de que juntos emprendamos la travesía anunciada por su vasto mundo…

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